El comer es un arte democrático, sobre el que cada individuo puede erigir su propio punto de vista.
Por Tulio Zuloaga
tulio@soyvino.com
Para llegar a ser un buen comensal hay que estar preparado; ser arriesgado, osado y audaz; saberse dispuesto a rebasar los límites sociales y mentales, a probar, a superar el ojo y la imaginación, hasta formarse decisiones gustativas reales, conscientes y muy serias. Mi momento de encuentro y entendimiento, sucedió en un restaurante en Mendoza, Argentina, durante un viaje de profundización en el mundo de los vinos del país gaucho. Dicha experiencia resultó una de las más difíciles, y a la vez esclarecedoras, de mi carrera como comelón. Escogí de una barra de ensaladas lo que supuse era un fresco coliflor en aceite de olivas. Bastó tenerlo en mi boca, para sentir una no planeada y dolorosa revolución: Se trataba de un sabor almizclado, de blanda y grasosa textura, que atacó mis sentidos sin piedad. Se me inyectaron los ojos y palidecí. El dueño del establecimiento, al verme en ese estado, saltó hasta la mesa intentando socorrerme. Ambos pensamos que este comelón acabaría su historia aquí. Cuando logré tragar el motivo de mi terror gustativo solo atine a decir, y con una falta absoluta de prudencia, “Es lo peor que he probado en mi vida”. El sarcástico restaurador sonrió y respondió: “Claro, acaba usted de comer cerebro de vaca en escabeche y no está acostumbrado”. Sentí que las piernas me tambaleaban. Esto no me lo esperaba, menos sin aviso y sin ni la más mínima preparación psicológica. “Hay personas que cruzan el país, e incluso viajan desde otros lugares del mundo a comerlo. Es un manjar para los conocedores”, continuó reprochando ante mi ignorante y estúpida reacción. En ese momento cobraron sentido las palabras de Ferrán Adriá cuando afirmó: “Tardé años en comprender que no hay comidas raras, hay gente rara”. Claro, el paladar es adquirido y, en esa situación, el raro resultaba ser yo. De pequeño obtienes, según los gustos familiares, las relaciones sociales y las disponibilidades alimenticias y geográficas, el apetito por determinados sabores, texturas y aromas. Gracias a mi desconocimiento, había prácticamente insultando al pueblo argentino y a mis anfitriones. Así que me recompuse y continué comiendo lo servido con paciencia y juicio, hasta que los sesos terminaron sabiéndome ya no tan desagradables. Desde ese entonces me reconocí como parte de la gran tribu de depredadores que somos los humanos y me lancé abiertamente a probar el mundo y sus curiosidades: Escorpiones, culebras, saltamontes, sapos, hormigas, caimanes, erizos, chuchas y todo tipo de roedores de mayor o menor tamaño han pasado por mi mesa. Recientemente, y para ir completando el bizarro menú de mi existencia, tuve que enfrentarme al Mojojoy, uno de los bichos que más emociones encontradas produce en los comensales de todo el planeta. ¿Cómo llegó a mi garganta? Un amigo de la comunidad Ticuna, en el Amazonas, me agasajó con una de estas larvas, considerada una exquisitez por los indígenas de la región. Lo complicado del asunto es que el Mojojoy debe ser comido vivo, mientras se retuerce entre los dedos y los dientes. Esto para mí, y a pesar de mi actual intrepidez gustativa, resultó una confrontación de otro nivel. Luego de pensarlo por algunos instantes, respiré profundo y sin más lo mordí. La sensación fue escalofriante. Lo sentía contorsionándose en mi boca, mientras saboreaba su cuerpo regordete de blancuzcas y cremosas entrañas. ¿Qué si me gustó? Creo que sí. Es un asunto inquietante, como la primera vez que haces el amor. Se mezclan el placer y el temor, se sobrepasan ambos. ¿A qué sabe? Este gusano tiene un marcado gusto a nueces del Brasil y a Aguaje, Canangucha o Moriche, fruto y palma de dónde es extraído. Ahí mismo pensé en el casao perfecto, en la combinación ideal, y con una sonrisa nerviosa le dije a mis compañeros: Que bien iría esto con un blanco, con un Leyda Chardonnay quizás. ¿Vino y oruga? Pensaron que estaba loco; pero no, así funciona ahora mi cabeza. Realmente espero volver a comer uno de estos Mojojoys, acompañado de una copa de buen vino y cubierto con crocante Fariña (como lo comen los lugareños), para demostrar que toda experiencia puede brindar matices increíbles y suponer grandiosos maridajes. ¡¡Salud!!
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