A los colombianos nos avergüenza nuestra
cocina.
Por TULIO ZULOAGA
tulio@soyvino.com
En días pasados tuve la oportunidad de visitar la
Península de Yucatán y conocer parte de su gastronomía. Tremenda lección la que
me dieron los Mexicanos. El apropiamiento y honesto orgullo que sienten por
aquello que se asa, cuece y amasa en esas tierras es lo que ha hecho grande su
cultura y su patria. Se trata más de un asunto espiritual que de simple física.
Algo así debería suceder en Colombia. Aceptar que para evolucionar en este tema
se debe mirar hacia dentro. Entender que la respuesta está en los fogones de
los ancestros y no en las manos de las estrellas culinarias del extranjero
¿Cuándo vamos a entenderlo? Los modelos a seguir deberían ser los de aquí, no
los de allá. Todo cocinero y cada colombiano tendría que saber quiénes son
Lácydes Moreno, Sofía Ospina de Navarro, Zaida de Restrepo, Leonor Espinoza,
Carlos Yanguas, Carmen Vásquez, Teresita Román de Zurek y Julián Estrada por
nombrar solo a algunos; pero no, aquí se habla con orgullo de los logros de
Gastón Acurio, Jamie Oliver, Ferrán Adriá y Santi Santamaría. Hoy los jóvenes
quieren ser como el francés Alain Ducasse y no como las cocineras del Pacífico
¿Por qué? Si son ellas quienes sostienen, con sus amasijos y preparaciones, la
historia y el carácter de este pueblo. Saben interpretar el sabor de nuestro
espíritu. La magia está ahí. La verdadera alquimia vive en sus corazones. Por
héroes culinarios tenemos que aplaudir y admirar a nuestras abuelitas, madres y
empleadas de casa que con vehemencia, convencimiento, amor y sabiduría han
sabido defender toda una cultura que nosotros nos hemos empeñado en despreciar
y descaradamente desconocer. Es verdad. A los colombianos nos da pena nuestra
comida. Cuando empecemos a servir en matrimonios, primeras comuniones,
navidades y cenas de Fin de Año nuestros tamales, lechonas, frijoles, masatos,
arepas, mondongos y ajiacos, entenderemos un poco acerca de ese gozo que
disfrutan los comensales peruanos y mexicanos. Nuestra cocina no es menos que
la de ellos. Somos nosotros quienes insistimos en verla pequeña y desvalida.
Sin ser chovinista, me atrevo a decir que en Colombia podemos encontrar más
riquezas en técnicas, ingredientes, sabores y preparaciones que en muchas de
las famosas mecas culinarias de la actualidad. Es difícil reconocerlo pues
sufrimos de vergüenza histórica y va a ser difícil superarla. Miren no más,
cuando recibimos a un visitante de otras latitudes ¿qué es lo primero que le
llevamos a comer? Si es español, paella; y si es francés, pretendemos
descrestarlo con nuestros crepes. La respuesta: Desilusión para el invitado y
para el anfitrión. Para sorprender hay que servir lo propio, en lo que somos
especialistas. Hay que ofrecer lo que nos pertenece. Es fácil de entender: ¿Han
comido bandeja paisa en Londres, Nueva york o Madrid? Ni en las curvas sabe a
la de aquí. Porque el plato más allá de sus ingredientes también es el
ambiente, la música, el aire, el olor de la tierra y la mano del oriundo
cocinero ¿Por qué no llevamos a nuestros amigos de fuera a comer sancocho,
mazamorra o pescao? Creemos que estas preparaciones no están a la altura. Misma
razón por la que no las servimos en las fiestas y celebraciones importantes de
nuestras vidas. Tremenda desfachatez ¡¡Que tara la que tenemos en la cabeza y
el corazón!! Es necesario entender que nunca un chef en Italia, por grandioso
que sea, podrá ser el mejor preparando recetas colombianas; así como nosotros
tampoco llegaremos a desarrollar la mejor cocina Peruana. Siempre habrá un Iván
Kisic que nos ganará en Perú con el verdadero sabor Inca y de exacta manera,
existirá un Alvaro Molina que arrasará imbatible con su cocina colombiana al
resto del mundo. Cada uno tiene lo suyo. La inteligencia culinaria consiste en
reconocerse y saber explotar lo propio para alcanzar el éxito.
Los culpables de este desconocimiento hemos sido
nosotros, los de esta generación. Permitiendo que los jóvenes de nuestra patria
crean que para hablar de alta cocina, de sofisticación, de elegancia hay que
referirse a Francia, España, Italia o Japón y sus foie gras, fabadas, pastas o
arroces. Para muchos las preparaciones colombianas jamás cabrán dentro de esta
categoría a menos que se transforme. Para ser honesto, lo único que hay que
transformar es la poca visión que tenemos y la falta de amor propio. Es por eso
que a partir de esta edición, empezaré a buscar esos tesoros culinarios que
siguen vivos en los rincones de nuestra ciudad demostrando que uno de los
aspectos más importantes de la cultura de un pueblo está constituido por las
tradiciones culinarias, cuyas características regionales dan origen a una
riqueza gastronómica incomparable y a una identidad clara y profunda. Desde hoy
me comprometo a impulsar una revolución gastronómica avalada por el corazón y
apoyada en cada uno de ustedes. Una evolución hacia dentro y no hacia afuera,
como ya lo dije antes. Una revolución que nos lleve a descubrir el verdadero
sabor del espíritu colombiano. Lugares como La esquina de la Ricura, la Fondita
La Moneda y la repostería Las Palacio empezarán a rondar estas líneas y se
convertirán para mí, en verdaderos templos gastronómicos.