El Gran LAURELES y la cocina de los Abuelos


Por Tulio Zuloaga

Me enorgullece enormemente escribir sobre este tema, un merecido homenaje a una de las zonas más hermosas de nuestra ciudad y a la que también le debo bastante: El progresista y Gran Laureles. Fue justamente este barrio, de amplios jardines y gentiles vecinos, el que me acogió en un cálido abrazo. Laureles motivó la fascinación que desde entonces he tenido por esta tierra y por sus gentes. 

En 1.995 aterricé en una de las primeras casonas construidas en la zona y me dejé seducir por la Medellín luchadora, audaz y avanzada. Una urbe abundante en naturaleza, de vivas tradiciones y herencias ancestrales ¿Cuál es el encanto de Laureles? No es solo un barrio, es una obra de arte. Antes de lo que se conoce en la actualidad, estaban aquí las fincas de la pradera Otrabanda, las cuales fueron cediendo sus terrenos a uno de los más innovadores trazados urbanísticos de ese entonces. ¿Quién si no un artista podría haber planeado semejante lugar? El escultor, muralista, filósofo e ingeniero Pedro Nel Gómez fue el encargado de darle sentido a esta pequeña ciudad de gran espíritu. En ella proyectó que todo giraría en torno al ser humano; comenzando por la familia, la educación y la naturaleza. Así que empezó a delinear, y al mejor estilo francés, circulares que rodearan la Universidad Bolivariana e imaginó allí, una serie de hermosos parques. Plasmó, en esta obra real, su manera de pensar. Para Gómez su arte debía “servir a las gentes del porvenir”, de modo que construyó para el futuro sin desconocer el pasado y el presente de su pueblo. Es notorio, esta comuna posee un ambiente que propicia la creación de lazos entre sus habitantes. Gracias a ese sólido concepto, Laureles, en este futuro, sigue siendo tan valioso y sorprendente como cuando Pedro Nel lo dibujó en su corazón. 

Seguro por eso, los descendientes de los héroes montañeros, aquellos que doblegaron esta dura geografía, lo escogieron como hogar idóneo para sembrar en él sus numerosas familias. Como los Tamayo, los dulces anfitriones que me acogieron cuando llegué a estas tierras. Me llenaron tanto de su Laureles y de su Medellín, que fui capaz de dejarlo todo para empezar de ceros aquí. Tal como lo hizo mi abuelo, el padre de mi padre. El partió hacia Barranquilla para encontrarse con su destino y, aunque no le conocí, estoy seguro de haber cumplido su deseo de regresar a este, su verdadero hogar. Yo traje su antorcha. Viajé desde Macondo para culminar su camino terrenal y su misión: devolver a este cielo y a este suelo, a través de mis palabras y acciones, el alma de quien fuera un gran paisa antes que yo.

Pero si hay algo que desde mi llegada me marcó profundamente, fue la energía culinaria que palpitaba en este sector. La tradición subsistía aquí. El sabor de las abuelas seguía y ha seguido invicto, producto de la entrega a una doctrina de elaboración que es poderoso sostén del vinculo familiar paisa. En aquél entonces las cocinas eran sin duda el lugar más importante de la casa. En ellas se libraban batallas comandadas por las matriarcas de esta sociedad, quienes dirigían con destreza y sabiduría a pequeños ejércitos de expertas y naturales cocineras llegadas de la costa Atlántica o del Pacífico. Conquistaban tesoros culinarios fragantes y muy sabrosos. Doña Zaida de Restrepo, antes de partir hacia su otra vida, me lo hizo saber. Mas que preparar, se danzaba al ritmo del crujir del aceite y del vapor resoplante de las ollas pitadoras. Los aromas a café recién molido, a panela y a parva recién horneada; a frijol, hogao, chorizo y chicharrón; a sopas de guineo, de arroz, de mondongo; a posta sudada, a sancocho; a arepas blancas, de mote o de maíz pelao; a migas recién freídas; a torticas de chócolo y al anís del aguardiente que se añadía a casi todas las recetas, me llevaron de la mano hacia mi definitivo proyecto de vida: Las palabras, la masa y el fuego.  Desde las 4 de la mañana y hasta que el sol se despedía, estas cocinas latían, rugían y se esforzaban por entregar lo mejor. ¡Qué nostalgia! Ahora ya no es así. Con esto reconozco que Laureles, con su activa tradición, se terminó convirtiendo en una meca gastronómica de dimensiones enormes. Muchos de sus hijos y nietos, quizás por nostalgia o por puro amor, terminaron sacando aquellos fogones de la niñez a las calles y engendraron negocios de gran carga emocional. Es verdad, en sus vías, bulevares y paseos conviven las más variadas propuestas: Es el gran reino del sabor tradicional. En cada esquina, garaje y cuadra; al lado de todo gran restaurante, almacén o tienda, coexisten locales que llevan en su ADN el consciente gusto de los abuelos. Por eso era de esperarse que, tras haber perdido durante algunos años la hegemonía y el reconocimiento como imperio del buen comer, volviera a tomar tal distinción, y se levantara airosa sobre otros reconocidos espacios restauradores de la ciudad. 
En Laureles convive lo ancestral y lo moderno, lo clásico y lo sofisticado. Ahora la avenida Jardín, y lo que algunos conocen como el Laureles Gourmet, son la puerta de entrada al más fragante y rico universo de sabores, aromas e interesantes propuestas. Una pequeña patria de gustosos y espirituales recuerdos.

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